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miércoles, 29 de mayo de 2013

"Durante ese paseo bajo el sol me di cuenta de que yo tampoco había tenido nunca una amiga. Lo achaqué a que no confiaba en las mujeres. ¿Para qué quería a una mujer? No llegaba a comprender la química entre dos mujeres. Nunca había mantenido una relación estrecha con una chica desde que Ángela me partiera el corazón, cuando yo tenía diez años y le contó mis secretos a todo el mundo. Habría resultado facilísimo enumerar las ocasiones en que una chica me había traicionado, la de veces que me habían hecho daño. Y, de haber querido hacerlo, habría sido igual de fácil elaborar una lista con todas las chicas a las que yo había infligido dolor: la primera Lorraine.

En cambio, no pasaba lo mismo con los hombres. Desde mi adolescencia me había sentido atraída únicamente por hombres, del mismo modo que yo los atraía a ellos: como amantes y como amigos. Ellos me perseguían a mí. Era muy sencillo. Con quien me gustaba charlar en las fiestas era con ellos, suyas eran las opiniones que me interesaba escuchar. Hombres eran las personas a quienes quería arrimarme, cuya influencia deseaba. Era fácil. Los hombres buenos experimentaban un cariño natural hacia mi, y siempre procuraban tratarme con amabilidad. Aunque pudieran ser imprudentes u olvidadizos, raras veces me trataban con crueldad, y pese a que no siempre fueran de confianza, sí que eran de fiar en un sentido más profundo: jamás me preocupó que el corazón de un hombre pudiera volverse en mi contra (al menos, no antes de que el mío se volviera en contra de él), y mucho menos sin motivo. Ante sus ojos se desplegaba un velo cuando me miraban, que para mí era una especie de protección.

Con una mujer, con quien no tendría por qué ser distinto, nunca sucedía eso. Requerían muchos esfuerzos, ¡y ninguna recompensa! Había que ganarse la confianza desde cero en cada encuentro. Por ese motivo las mujeres son siempre tan efusivas unas con las otras: lo de emitir agudos chillidos al reencontrarse por la calle, por ejemplo. Las mujeres tiene que ratificarse mutuamente, incluso pasados los años. Aún nos va bien. Sin embargo, en la exageración de la efusividad se reconoce que las cosas no van bien entre ellas, y que nunca irán del todo bien. Una mujer no halla cobijo ni puede anidar en el corazón de otra mujer, no de forma permanente. No es un terreno seguro. El corazón de una mujer podría ser terreno seguro para un hombre, pero ¿que una mujer trate de conquistar el corazón de otra mujer? Sería como aterrizar en un terreno inestable, sin forma, como intentar mantenerse erguido sobre una base de gelatina. ¿De qué me serviría mantenerme erguida sobre gelatina?"


Fragmento del libro "¿Cómo debería ser una persona?" de Sheila Heti.

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